Como recordarán, de pronto me dio por hacer un recuento de las mujeres de mi vida. Ya dije que luego de mi madre, Ana es la mujer más importante de mi vida. Luego, mi hermana. Creo que si no son las personas que más me conocen, al menos sí son las que más tiempo tienen de conocerme.
Otro de los dramas de mi vida, lo encabeza Doña Concha, que era mi abuela.Mi abuela, la madre de mi madre, fue una mujer de gran peso en mi vida. Nunca me quedó claro si es que yo le caía bien o era una de esas relaciones tauro-escorpión difíciles de llevar. Lo único que sé es que la última gran lección que me dio fue la siguiente: hay que dejarse de mamadas.
Me explico: El recuerdo de mi abuela y su muerte fueron una de las cosas más retadoras de manejar. La última vez que la vi con vida fue en la boda de mi prima Nayeri y no sólo no nos dirijimos la palabra, sino que se rehusó a estar presente en el civil, que fue donde Ana y yo fungimos como testigos.
Nuestras fieles lectoras tal vez recuerden el episodio en el cual tuve a bien avisarle a mi abuela sobre la inmaculada concepción de Diego y Santiago y los resultados funestos. El punto es que mi abuela se murió necia, terca y sin hacer las paces conmigo. Eso para mí, además de instalarme en un estado desconcertante, me dejó meditando acerca de la importancia de no quedarse con las cosas dentro, de no irse sin dejar explicaciones, sin darse por lo menos cinco minutos para cerrar círculos. Tal vez por eso quedé traumada y con una incapacidad para dejarle de hablar a la gente, tal vez por eso a partir de ese entonces consideré pertinente decirle a las personas lo que estaba pasando por mi cabeza. La muerte de mi abuela me obliga a aprender a lidiar con las situaciones no resueltas, las que no se resolvieron y nunca se van a resolver, pero sobre todo, me obligó a estar siempre en el esfuerzo de aclarar las cosas, de llegar a acuerdos, de evitar confrontaciones y cuando éstas sucedan dar la oportunidad de por lo menos decir dos o tres palabras que ayuden a disipar un poco la nublazón.
Me explico: El recuerdo de mi abuela y su muerte fueron una de las cosas más retadoras de manejar. La última vez que la vi con vida fue en la boda de mi prima Nayeri y no sólo no nos dirijimos la palabra, sino que se rehusó a estar presente en el civil, que fue donde Ana y yo fungimos como testigos.
Nuestras fieles lectoras tal vez recuerden el episodio en el cual tuve a bien avisarle a mi abuela sobre la inmaculada concepción de Diego y Santiago y los resultados funestos. El punto es que mi abuela se murió necia, terca y sin hacer las paces conmigo. Eso para mí, además de instalarme en un estado desconcertante, me dejó meditando acerca de la importancia de no quedarse con las cosas dentro, de no irse sin dejar explicaciones, sin darse por lo menos cinco minutos para cerrar círculos. Tal vez por eso quedé traumada y con una incapacidad para dejarle de hablar a la gente, tal vez por eso a partir de ese entonces consideré pertinente decirle a las personas lo que estaba pasando por mi cabeza. La muerte de mi abuela me obliga a aprender a lidiar con las situaciones no resueltas, las que no se resolvieron y nunca se van a resolver, pero sobre todo, me obligó a estar siempre en el esfuerzo de aclarar las cosas, de llegar a acuerdos, de evitar confrontaciones y cuando éstas sucedan dar la oportunidad de por lo menos decir dos o tres palabras que ayuden a disipar un poco la nublazón.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario