Estoy viviendo una primavera violeta, y como parte del proceso voy a compartirles una experiencia personal:
A mí me habían dicho que salir de clóset sería
difícil. Yo no viví esos procesos largos de duda y vacilación que cuentan
muchas compañeras. Para mí fue decírselo a mi mejor amiga y otras amigas que
tenía. Luego a mi primo y a la tía con los que vivía entonces. Fue pasar la voz
entre familiares, hasta llegar a mi mamá, que me preguntó si estaba preparada
para decírselo a su familia, “¡Ay, mamá! Eres la única que faltaba de
enterarse,” le dije, y respiró tranquila de no tener que ser ella la que se lo
contara al mundo. Salir del clóset no
fue tan difícil como me contaron.
También me habían dicho que salir del clóset
implicaba riesgos, que había gente que odiaba a las lesbianas y que existían
violaciones correctivas. La adrenalina del enamoramiento me hacía sentir
valiente y feliz, así que no hubo alma a la que no le contara con orgullo que
estaba enamorada de una mujer. Como ella estudiaba en USA y yo vivía en CdMx,
no faltó quién dudara de la existencia de esta supuesta novia que me andaba yo
inventando “por convivir” y para estar “in” entre mis nuevas amigas lesbianas.
Fue gracias a estas nuevas amistades que entré al hermoso mundo del activismo
lesbofeminista, y fue así, también, como descubrí a los machoprogres.
Nunca se me va a olvidar el día que lo conocí.
Era mayo, un evento en una plaza pública para celebrar a las mamás de escasos
recursos. Él llevaba el look completo de compa socialista, de izquierda
radical, libertador de ejidos: pantalón de mezclilla deslavado y sin visitar la
lavadora por meses, camisa desfajada, cabello largo, sombrero de otras épocas,
guitarra. Era hípster antes de que lo hípster fuera tema. Trabajaba en un
colectivo en pro de los derechos humanos, era sicólogo, abogado y músico. En
sus tiempos libres hacía teatro callejero para imbuir consciencia social en
quien se dejara.
Mi amiga lesbiana universitaria me dijo que
ella lo había conocido en un lugar donde su sicólogo de confianza daba
terapias. Que era buen pedo, que era libertario, y que le parecía que era gay (estaba
yo en esas épocas de buscar amistades LGBTTTQ para hacer alianzas, empoderarme
y aprender sobre mis derechos). En mi universidad me pedían realizar mi
servicio social con una asociación civil que estuviera avalada por La Salle,
que serviría como vínculo burocrático entre la quien firmara mis horas y la
UDEM (la universidad donde yo estudié). Fui a La Salle y pregunté qué AC’s de
DDHH estaban registradas, la lista incluía un total de cero, por lo tanto,
negocié para poder hacer mi servicio en el colectivo del amigo de mi amiga.
Comencé yendo tres veces por semana, en agosto.
Me dijo que le encantaba cómo hablaba yo en plural sobre las causas. Me dijo
que era una lástima que yo fuera lesbiana. Me dijo que veía en mí la misma
intensidad y el mismo compromiso por las causas sociales que había visto en la
novia del Ché Guevara. Me reí, “¡qué cosas tan tontitas dice este chavo!”,
pensé, pero estábamos bien, son las cosas que se dicen por convivir, ¿no? Y de
las que una se ríe. Me contó la historia triste sobre su origen, cómo lo
recogieron de chiquito y aprendió la importancia de ayudar a las personas
oprimidas. Me contó sobre su compromiso con el zapatismo, y cómo veía en mí la
fuerza de Ramona. “Ay, compañero, qué exagerado,” aquí no pasa nada, estaba aprendiendo
un chingo sobre el movimiento estudiantil, sobre la huelga de la UNAM, sobre
los derechos de indígenas, inmigrantes, obreros y universitarios.
Para septiembre, me había dejado claro, que yo
en la Ciudad de México, en realidad no tenía amigas que se interesaran en mí,
sino que estaba rodeada de una serie de mujeres abusivas cuyo único interés en
mi persona era aprovechar mi luz y mi fuerza para posicionar al movimiento
lésbico, el que, además, por separatista, era muy nocivo. Me había dejado
claro, también, lo mucho que le preocupaba el desinterés de mi familia por mi
hermosa persona, porque a nadie parecía importarle si yo comía o no. Para
entonces, él ya pagaba a diario mis comidas, y a veces era la única comida que
consumía en el día.
El 15 de septiembre, siendo evidente lo “sola”
que estaba yo en DF, me invitó a pasar el grito en casa de su familia, podría
finlamente conocer a la buena mujer que se hizo cargo de él sin compromiso
alguno. Esa cuya mirada tenía una bondad muy similar a la mía. “Híjole, ¿neta?”
Más risas incómodas. Recuerdo que pasamos un buen rato discutiendo la
indumentaria de Marthita y lo mucho que hacía Fox por no hacer bien las cosas.
A las 11 de la noche expresé mis deseos de volver a mi casa. Estaba yo en la
mitad de una colonia que no conocía, entre gente que no conocía, y quería ir a
mi casa a dormir. “Ya no pasa el metro a esta hora, es día de fiesta,” me dijo
y yo me llené de preocupación, aunque supuse que me llevaría en taxi a mi casa.
“Tampoco pasan taxis por acá, por los arreglos que le andan haciendo al
periférico, y porque es una colonia violenta. Lo más seguro es irnos a mi casa,
no te preocupes, mañana temprano te vas a tu casa.”
Era compa, él me cuidaba, él me alimentaba, mi
tía ni si quiera se había preocupado de qué haría yo esa fecha, era obvio que
no tenía yo amigas de verdad, o no habría estado sin plan en 15 de septiembre,
él tenía razón y lo más seguro para mí sería dormir en su casa. Llegamos a su
casa, en la cual había estado ya un par de veces y me dispuse a acomodarme en
el sofá, su depa, obviamente, tenía sólo una cama. “No, cómo crees, duérmete en
la cama, ¿o me tienes miedo?” Risas y sonrisas para no molestar a tan buena
persona que me abría las puertas de su casa en una situación tan complicada, la
única persona en el mundo entero dispuesta a darme refugio. Equis, era compa,
era amigo (seguro gay) de mi amiga lesbiana, aunque a lo mejor ya no era tan mi
amiga, hace varios días que no sabía de ella.
La cama estaba pegada contra la pared. Me metí
sin quitarme más que los zapatos. Me orillé hasta quedar pegada a la pared y le
di la espalda. Me quedé dormida. No sabría decir en qué momento fue, seguro
habían pasado ya un par de horas. Recuerdo haber despertado con un par de dedos
dentro de la vagina. “No,” estoy segura de haberlo dicho. Estoy segura de
haberlo repetido varias, muchas veces. “Yo soy lesbiana.” “Sólo estoy usando
mis dedos,” me dijo. “Yo tengo novia.” “Y no está aquí para cuidarte, seguro
ella también está con alguien.” “No.” “Relájate y disfruta, no te resistas,
mira cómo le gusta a tu cuerpo, mira cómo tiemblas. Tú no eres lesbiana, sólo
te sientes sola. Eres muy mujer.”
Recuerdo haber llorado mucho, recuerdo toda la
vergüenza e incongruencia que sentí conmigo misma. Recuerdo el miedo y la
incertidumbre. Recuerdo que no podía contárselo a mi novia porque era mi culpa
por haber ido a su casa. Porque prácticamente le puse el cuerno. Recuerdo que
no podía contárselo a mi amiga, porque quizá ya no era mi amiga, y porque era
lesbiana y se iba a dar cuenta de que mi novia sí era ficticia porque estaba
lejos, y que yo ya no era lesbiana, porque cogía con vatos. Recuerdo no
podérselo contar a nadie y tener que contármelo muchas veces. No estuvo tan
mal. No había sido a fuerza, yo me metí voluntariamente a su cama. No pasó
nada. Mujeres infieles habemos muchas. Fue mi culpa. “No pasó nada que no
quieras,” me dijo y le creí de nuevo. “Nos vemos en la oficina, porque aún hay
muchos proyectos a medias y no sé si vamos a terminar tus horas a tiempo.”
Una semana después me visitó mi novia. Y yo
aproveché para mostrársela al mundo, para que vieran que no era ficticia. Se la
presenté a mi familia, a mis amigas lesbianas del activismo lesbofeminista
radical, a las no tan radicales, y se la presenté a él. Él acababa de volver de
Guerrero, donde había ido, según me contó, a rescatar un ejido de no sé cuál
corporativo. Era un hombre bueno, de izquierdas, chido, lo del otro día, obvio
fue el alcohol, y las circunstancias. Equis, no vamos a arruinar una amistad
chida, menos si yo tengo la culpa por no saber volver sola a mi casa.
Él se enojó mucho de que la llevara. “Aquí se
viene a trabajar,” me dijo, “no a perder el tiempo.” Y yo me puse a trabajar y
dejé de hablarle una semana. O él a mí. No sé. “Ven, te invito a comer, nunca
traes nada para comer, ¿o es que ya no me quieres? ¿Tu novia lesbiana te dijo
que ya no podías ser mi amiga?”
En octubre, cumplí años, y resultó que sí tenía
amigas. Me invitaron a pasar un fin de semana en Tepozotlán, viendo altares de
muertos. Cuando le conté a una de esas amigas lo que había pasado, lo que
seguía pasando ocasionalmente en la oficina, cuando él me recordaba cómo la
causa solidaria de las mujeres de izquierda es apoyar a sus compañeros en
todas, absolutamente todas sus necesidades, y que yo no tenía por qué sentir
vergüenza de ser tan buena como su madre, tan fuerte como Ramona, tan intensa
como la novia del Ché, mi amiga me miró a los ojos y me dijo: “estás viviendo
abuso sexual.” Me dijo que era una violación correctiva, que él intentaba
quitarme lo lesbiana.
“¡No!” fue mi primera respuesta. Él era bueno,
solidario, sicólogo y abogado. Esa gente no hace esas cosas. Estaba
malinterpretando las cosas. Él ya me había dicho que eso iba a pasar y que la
gente no iba a entender nuestra relación de amor libre, sin etiquetas, donde yo
no le faltaba a nadie, porque yo soy mía para usar mi cuerpa como yo quiera, y
en mi cuerpa mando yo, yo yo quise, verdad que sí quería. No, mi amiga estaba
loca, eso no era violación, y por supuesto, no una violación correctiva. Seguro
era porque era de esas feminazis lesbiana radical.
Unos días antes yo me había lastimado en la
oficina y él había corrido a primeros auxilios a que me suturaran el dedo (que
casi me arranqué en una guillotina cortando volantes). Él siempre había visto
por mi bienestar y mi salud, y mi sique. Para eso era sicólogo, ¿no? Él sabía
lo que hacía, y él decía que yo también. Y yo le creía.
Al volver del fin de semana, traía mucho dolor.
De cuerpo y de alma. Me subió la temperatura y el estómago no me dejaba estar.
Yo estaba segura que eran los nervios. El miedo de haber desprestigiado a tan
buena persona. Puntual, volví a presentarme a cubrir mis horas de servicio
social y su asistente me inyectó una buscapina. El dolor no cedía. Llamé a mi
casa y mi padre dijo que seguro era una intoxicación medicamentosa, por los
antibióticos para el dedo. Él compañero de izquierda pensó que lo mejor era no
dejarme sola.
Le expliqué que en mi casa no podía quedarse.
Que yo tenía un rumi. Yo me sentía muy mal físicamente y tenía pánico de que él
estuviera en mi casa, pero no supe persuadirlo. Nos quedamos en la sala, yo
recostada en el sofá y él en el piso. En la madrugada decidió llevarme a
urgencias. Es que era bueno, ven cómo si era bueno. Y ahí me dijeron que tenía
una infección de las vías urinarias. “Es por tus prácticas sexuales,” dijo mi
padre cuando le conté. Y yo no supe qué decir. Volví a mi casa, él se fue a su
casa, a cambiarse, tuve un respiro y tomé las medicinas recetadas, pero una me
hizo reacción. Por la mañana, le hablé a mi novia. Risueña y tranquila por
estar sola y hablando con ella, me vi al espejo y vi la hinchazón. Parecía
pescado. El dolor no cedía. Volví puntual al trabajo, no quería quedarme en
casa con la tía que no me quería, el primo indiferente y el rumi que un par de
semanas antes me había dicho: “tú tus rollos, yo mis rollos y cada quien en lo
suyo.”
Y ahí, ya no recuerdo cómo, me llevaron a un
centro médico, de esas clínicas familiares de gobierno que hay en las colonias
populares. Había una por ahí en la doctores. Desde que me vieron la cara me
pasaron rápido. Me hicieron tactos y toqueteos, por dentro y por fuera. Me
hicireon un análisis de sangre. Los leucocitos estaban por los cielos. Yo el
dolor ya no lo sentía, sólo sentía risa, y estaba muy liviana. Me sentía
absurda y exagerada. Nada pasaba.
Las aventuras en el hospital general de la
ciudad de México son dignas de un texto aparte, valga decir que a la mañana
siguiente amanecí en un hospital privado, mi madre había volado de Monterrey a
México para hacer válido mi seguro escolar de la universidad privada y
cambiarme a otra parte. Era apendicitis, ya con necrosis. Mi madre, sabiamente
decidió quedarse conmigo el tiempo que fuera necesario, y luego me llevó a
Monterrey, más tiempo.
Mi amiga, la lesbofeminista radical me sugirió
hablarlo con mi novia. “¿Hablar de qué si no hubo abuso?” Él fue muy bueno, me
salvó la vida. Estuvo ahí cuando nadie más estuvo. “Cortó tus redes de apoyo,
te culpabilizó de sus acciones, te hizo creer que tú estabas participando de
una pseudo relación con él, abusó de poder porque si no aceptabas no te iba a
firmar tus horas, te tocó aún cuando dijiste que no. Ése hombre abusó de ti, te
violó, y te hizo sentir agradecida por ello, como un síndrome de Estocolmo.”
Nunca me atreví a confrontarlo, a decirle que
sus rolas de izquierda y sus carreras de leyes y sicología eran una farsa. A
gritarle a la cara que sí era, sí soy lesbiana y que no, no me había gustado lo
que me hizo. Simplemente le expliqué por teléfono que no podía volver a verlo y
que esperaba que tuviera la solidaridad de firmar lo que fuera necesario. A
recoger mis documentos del servicio social me acompañaron mi madre (quien creo
que nunca supo nada) y mi novia. Nunca volví a verlo sola. Nunca denuncié. No
hice scrache, ni lo haré. Una vez lo vi pasar en el CNA y me paralicé. Sentí
miedo desde los dedos de mis pies hasta la nuca. Aceptar que esto me pasó a mí
fue un proceso muy largo.
Nadie, antes de mi amiga, me había dicho que
estas cosas pasaban. Que el sexo no consensuado también es violencia. Ahora lo
vemos en todas partes, se habla de ello en las universidades, pero cuando yo
estaba en la licenciatura no se decía nada. A mí me pasó, no me lo imaginé, yo
lo viví. Yo que supuestamente soy una mujer fuerte, preparada, inteligente y
todas esas cosas que sirven para desarticular nuestras redes, haciéndonos creer
que no somos como las demás y estamos mejor solas. Yo, que según sabía cómo
cruzar la calle cuando viera a un hombre sospechoso para prevenir que me pasara
algo así, que usaba pantalón, para evitar miradas lascivas, que no usaba escote
para no invitar. Yo que sabía estar ahí para otras, no supe estar ahí para mí,
no supe validar mi miedo, ni mis emociones. Yo, que a ojos de mucha gente, pero
principalmente mis ojos, fui culpable de lo que me pasó.
Y por todo esto, porque yo también conocí a un
machoprogre de izquierda, compa socialista solidario, libertador de ejidos, voy
a marchar este 24 de abril en el Movimiento Nacional en contra de las
Violencias Machistas.